domingo, mayo 14, 2006

Vino por un amor, y se quedó por otro. Parte I

SONRIÓ CUANDO le enuncié la síntesis de su historia. -Mire que resultó simple mi vida, tantos años peleando para que usted me la resuma en una historia de dos amores.
-Discúlpeme Guadalupe, no quise lastimarla ni desmerecer todo lo que ha hecho, pero lo que yo hice fue ponerle un título a su historia.
-No se preocupe, está bien el título.
Hace nueve años que Guadalupe pisó suelo americano, tenía dieciocho años. Su personalidad práctica la hizo viajar sola.

"Era mejor así, el camino estaba lleno de peligros y preferí no cargar con más responsabilidad que mi persona. Mi familia tenía un bar en Tepatlaxco de Hidalgo (aún lo tienen), a media hora de Puebla, vivíamos bien, con lo justo pero bien. Todos fuimos al colegio y lo terminamos. El bar no daba mucho pero como dice el dicho (García Márquez) "el que vende comida siempre tiene para comer". Papá leía mucho, mamá decía que no tenía tiempo, gran verdad con seis hijos que vestir y controlar, no alimentar, esa era la obligación de papá que solo agrandaba un poco el plato del día y nos lo servía cuando regresábamos de la escuela. A papá le regalaban libros los clientes y otros los compraba. Le gustaba García Márquez ante todo y podría decir que me obligó a leer sus libros. En realidad yo era la única que le obedecía ya que su idea era obligar a todos. Los libros que me pasaba papá estaban surcados por manchas de grasa, azúcar o sal entre las hojas, tenía la pinche costumbre de solapar las hojas como señalador. Cada libro que recibía implicaba recriminaciones varias de mi parte y carcajadas de la suya, extraño a papá, más que a nadie en México. Hablo con él una vez por semana, nos escribimos cartas, pero nueve años ya van sin verlo. Nuestra única complicidad radicaba en los libros que compartíamos, era lo que nos diferenciaba del resto de los vecinos. Alardeábamos en las fiestas, citábamos libros y escritores y muchos quedaban con la boca abierta."

Guadalupe se enamoró a los dieciséis años de Ramón, dos años mayor que ella y un gran jugador de fútbol. Fueron novios cuidadosos durante un año, pero en la navidad de 1993 este le comunicó que cruzaría la frontera para buscar la mejor forma de sacarle un poco de lo mucho que tienen los gringos. Esa misma noche fue la despedida, a la mañana siguiente ya no estaba. Lupe lloró la pérdida pero a pesar de ello finalizó el año escolar con buenas notas.

Pasaría un año antes de recibir una carta de Ramón. En esta hablaba maravillas del norte, contaba sus logros y le proponía que se fuera a Los Angeles con él. Lupe decidió esperar sus dieciocho años, sabía que no podía partir siendo menor de edad y mientras tanto ahorraría desde lo poco que ganaba entre los pequeños sueldos que le pagaba su padre en el bar hasta lo que conseguía por otros trabajos.

A pesar que en su cabeza no cabía otra cosa que la idea de encontrarse con Ramón, no le rendía pleitesía a la separación. Hablaba cada tanto con su chico, pero nada le impidió tener nuevos amoríos, y al terminar el bachillerato, había llegado el momento de partir. Por esos procesos internos, en cuanto tomo la decisión, volvió a enamorarse de Ramón y desear el encuentro con toda su alma.

Su padre trató de disuadirla, pero la cabeza dura de Lupe no tenía marcha atrás.

El día que se marchó tenía mil sesenta dólares en el bolsillo y bastantes pesos como para llegar a Nogales. Pasar la frontera era caro y complicado, pero un distribuidor de golosinas conocido de su padre, solía pasarla sin mayores problemas con su camioncito VW.

Tres días después de la despedida llegó a Nogales. El pueblo no era muy diferente a todos los que conocía, pero subiendo una colina podía apreciarse lo que significaba vivir en Estados Unidos; casas bonitas, separadas por grandes jardines y calles limpias. El Nogales mexicano era movido, un ambiente de fiesta parecía impregnar el lugar. Guadalupe no dudó en entrar a un bar y tomarse una cerveza. Llamó la atención de los parroquianos, pero manejó con destreza los intentos de aproximación de los muchachos. Doña Josefa era quien la hospedaría mientras esperaba al coyote. Vivía a las afueras de la ciudad en una casa con patio grande transformado en bar. No fue una bienvenida afectuosa, pero no esperaba demasiado de una conocida del cura de su pueblo.

Tres días pasó en esa casa donde no conversó demasiado con la dueña, pero la ayudó en algunos quehaceres, abaratando su estadía. El amigo de su padre llegó un mediodía, no parecía apurado. La saludó amablemente y le explicó que tendría un compañero de viaje. Se trataba de un muchacho de Nogales. Viajarían en la caja del camión, en un pequeño compartimiento oculto. Debían hacer silencio si el vehículo se detenía y podrían respirar bien aunque viajarían casi a oscuras. Serían cinco horas dentro de la caja si todo salía bien.

Casi no conversó con su compañero de viaje, el miedo los silenció a ambos incluso mientras el camión avanzaba. Un par de veces se abrieron las puertas traseras del camión, por suerte llegaron a Tucson sin ser descubiertos. En la estación de tren vieron nuevamente la luz. El chofer no quiso cobrarle, le dijo que era un regalo de su padre y con él arreglaría cuentas. También la ayudo a comprar el pasaje hacia Los Angeles, aunque los 30 dólares salieron de su bolsillo.

Entrada la noche subió al tren, siempre con un libro en la mano y los anteojos puestos. El viaje fue tranquilo, a pesar que policías iban y venían por el vagón, ninguno de ellos le pidió sus papeles. En la madrugada arribó a Los Angeles, en la estación la esperaba Ramón, vestido de manera extraña y con un aspecto temerario. Se saludaron de manera calurosa y se subieron a un auto viejo. Viajaron durante 40 minutos, y a medida que avanzaban la ciudad iba perdiendo color. Todo era gris en cuando finalmente se estacionaron.
Cruz J. Saubidet®
El lunes la última parte.




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